domingo, 12 de noviembre de 2017

La espera



—Deberías sacarte los pantalones, te vas a helar.
Por toda respuesta, se lleva una mirada con cierto resquemor de mi parte. No estoy dispuesta a darle el gusto. Todo es por su culpa y su empeño de salirse siempre con la suya.
Primero: su cabezonería por llevarme hasta casa en lugar de dejarme coger el tren; segundo: su empeño en tomar su coche «nuevo», en vez de seguir el consejo de su madre y su hermana y usar el coche familiar; tercero: tras un divertido pinchazo del neumático trasero izquierdo, aquí el machote me soltó que conocía un atajo entre los dos pueblos y que en quince minutos estaríamos en la estación y llegaría antes a casa que esperando el arreglo del coche.
Negativa tras negativa y cabezazo tras cabezazo, aquí el colega ha hecho lo que le ha dado la real gana y, como no, hemos acabado perdidos en mitad de ambos pueblos y en plena sierra, lo que nos trae hasta aquí. Una puñetera cueva, o algo similar, pues más bien parece una madriguera entre rocas, donde tendremos que esperar a que deje de llover para tratar de orientarnos, ya que los móviles están sin cobertura en esta zona.
—Mírame como quieras, pero al menos estamos resguardados.
—Hasta que venga su dueño y se nos meriende, eso sí, estaremos a cubierto cuando pase.
—Pero ¿de qué hablas?
—De que, por si no te has fijado, esto es la madriguera de algún animalillo del bosque, y casi seguro que volverá.
Una sonora risotada escapa de sus labios.
—Perdona, pero aquí el animalillo tiene nombre y se llama Eric, si no te importa.
—¿Qué puñetas significa eso?
—Que este sitio lo hice yo, es mío y sé dónde estamos, pero sin paraguas y con la que está cayendo no es para nada recomendable que sigamos. —Me quedo totalmente perpleja. Todo esto cada vez es más raro—. Y ahora deberías quitarte algo, te vas a enfriar si…
No termina la frase y me lanza una mirada que jamás imaginé que vería dirigida a mí de su persona, no por nada, es que no ha querido hacerme falsas ilusiones. Mi mente de veinteañera se me antoja muy de niña, en según qué momentos, en comparación a la experiencia de los veintiocho que tiene Eric.
—Sonia, va en serio. No quiero que enfermes —diciendo eso se acerca a mí, tanto que mi cuerpo se queda petrificado, así, tal cual.
Él me sostiene la mirada y sus esmeraldas expresan lo que no podré creer en mi vida. Es el hermano mayor de Ana, mi mejor amiga, es mayor que yo, no me ve más que como a una niña; es eso y solo eso. Estoy viendo visiones.
—Si no lo haces tú, lo haré yo.
Un asentimiento es mi respuesta y es seguida por una ola de calor, eso sí, no sé si he afirmado para hacerlo yo, para que me los quite él, o tan solo es lo que la invasión de su perfume masculino provoca en cada célula de mi cuerpo.
Solo sé que sus dedos aferran el cinturón de mis vaqueros sin ninguna duda, sin el menor atisbo de vacilación para sacar el enganche de su ojal y deslizar suavemente el mismo fuera de mi vaquero para sostenerlo ante mí. Me mira y sus ojos solo transmiten fuego, uno tan intenso que se comunica con todo mi ser.
Al mostrarme el cinturón justo frente a mis ojos, puedo ver que ese complemento le provoca cierta satisfacción, pero…
—Esto puede sernos útil, ¿no crees? —dice dejándome totalmente confundida.
—Perdona, no comprendo…
—Pero lo harás. Será tal y como yo diga. Llevas años contoneándote ante mí, años en los que mis deseos se han visto relegados a momentos vacíos y tan solo compensados por el olor impregnado en la toalla de ducha que usabas cuando te quedabas a dormir en casa, o del placer que hallo en cierta prenda de ropa que dejaste olvidada y que creíste perdida. Años de espera… hasta hoy.
Sus palabras me confunden y excitan al mismo tiempo. Y aunque esto es lo que deseo desde que lo conozco, no quita el hecho de que está dando por sentado que voy a hacerlo con él, aquí, sin protección, con un cinturón de por medio y sin poner objeciones.
Doy un paso atrás para poner distancia y enfrentarlo.
—Estás dando por hecho muchas cosas…
—Estoy seguro de lo que veo en tus ojos, de lo que oigo en tu pecho… y de lo que huelo. No puedes negar lo que sientes, lo que hago con tu cuerpo cada vez que me ves.
Me tiene acorralada de nuevo, pero ahora no tengo espacio para retroceder.
—No desperdiciaremos esta oportunidad, Sonia, no puedo…
Aferrando la cinturilla de mis pantalones, y con un solo movimiento, los desabrocha tirando hacia sí y provocando una deliciosa fricción en mi vagina dejándome al borde del comienzo de algo grande.
—Sonia… —susurra—, ahora mando yo.
Solo soy capaz de asentir cuando sus labios se apoderan de los míos en un beso duro, carnoso, ardiente, tanto que me despoja de cualquier razonamiento que quiera llevar a término, pero es demasiado rápido.
Sus manos aferran mis nalgas para pegarme a su dura erección y hacen que mi cuerpo reaccione a su verga con palpitaciones incontroladas y un flujo de calor líquido deseoso de abrazar el miembro masculino en toda su extensión, pero todo se pausa en un segundo, el tiempo que él tarda para retirarse de mí sin miramientos dejándome expuesta…
—Quítate la ropa. —Ni mi cerebro ni mi cuerpo responden. ¿Qué…?—. Ya. Todo fuera. —Su voz suena segura. Él ordena y… ¿tengo que obedecer?
—Eric, no sé a qué…
—Sonia… —me interrumpe—, me muero. Y sea lo que sea lo que pienses de mí, esto que soy, la persona que tienes ante ti, ha sido siempre tuya.
—¿De qué hablas? —Mi voz sale temblorosa con una mezcla de sentimientos que soy incapaz de controlar.
—Tengo cáncer. Está extendido, así que no hay nada que se pueda hacer. Pero ya no quiero seguir hablando de eso, solo deseo tenerte y que sea de la manera en que he soñado.
Estoy aturdida por sus palabras, pero sé que Eric no bromearía con algo así. Lejos me hallo del erotismo ahora, pues no concibo perderlo, pero de una cosa estoy segura: hoy soy suya, mañana haré las preguntas.
Sin apartar los ojos de él, deslizo cada prenda fuera de mi cuerpo, dejando expuesta mi piel ante la tenue luz que hay en el interior de la cueva.
—¿Qué haces contigo? —susurra—. Mi polla lleva años anhelándote y sufriendo, y mi corazón…
—Dile que no llore más, a menos que sea en mí ―expreso interrumpiendo lo que sea que fuese a decir. No quiero meter a su corazón y al mío en esto, no si lo que ha dicho… No con lo que acabo de descubrir.
Sus ojos arden y camina hasta mí mostrándome la correa de mi pantalón. Mi piel se eriza, mi corazón tiembla y las palpitaciones se presentan allí donde lo deseo.
Extiendo las manos y estas son rodeadas por las improvisadas esposas. Me sujeta con ellas y me atrae un poco más adentro en la cueva. Tras alejarse un momento, vuelve con una pequeña manta que extiende sobre el suelo para, a continuación, hacerme una petición silenciosa para que me postre ahí, ante él. Al pasar por su lado me acaricia desde el cuello hasta las nalgas y sin vacilación introduce los dedos hasta rozar cierta entrada prohibida, lo que expone el jadeo liberado por mis labios.
Una vez tumbada sobre el lecho, su espléndida figura se coloca a mis pies y se libera de cada prenda que lo cubre, dejando una verga que no tiene vergüenza, que no tiene envidia y que se alza en toda su longitud.
Se arrodilla delante de mí, abriendo mis piernas y situándose entre ellas. Desliza los dedos por la cara interna de las mismas, haciendo que despierten mis nervios y que la respiración, al igual que la suya, se vuelva desacompasada, deseosa.
«Te quiero dentro.»
Sus dedos rozan los labios vaginales sin apartar la vista de ellos a la vez que los suyos se relamen con la anticipación de lo que su mente esté creando. Me mira y sus dedos por fin acarician ese punto duro y sensible, provocando que arquee el cuerpo para ir a su encuentro ardiendo por sentirlos donde tantas veces lo he anhelado… y apartando un cruel pensamiento que se refugia en mí: «¿Lo volveré a sentir? ¿Lo perderé antes?», preguntas que aparto, pues este instante es nuestro, no del futuro.
Mis ruegos no se hacen esperar, tras las caricias, la penetración llega y al menos dos dedos, seguros y firmes, se han adentrado en mí dejando que mi ser al completo se enfoque en la sensación. Las embestidas se hacen sucesivas y sin dudas, con jadeos y un tinte apresurado que para nada elimina la lujuria que crece sin límites.
Sin sacar los dedos, se deja caer junto a mí, recostándose a mi lado. Su boca se vuelve hipnótica, tan cerca, tan deseada. Puede que haya codiciado su cuerpo en secreto, pero su boca es la más anhelada. Antes no me ha permitido catarla como he querido siempre. Mi cuerpo está desnudo y, sin embargo, mi alma acaba de hacerlo cuando Eric me ha dejado sus labios cerca. Sé que lo ha visto, ha sentido la explosión en mi mirada y el ruego, ya que un beso tan esperado, como ese para mí, puede llevar al delirio.
Se acerca, despacio, conteniendo el aliento y negándome a beber de él. Toma aliento, y al soltarlo lo hace a la vez que se muerde el labio inferior, para luego dejarlo escapar tan condenadamente lento que no puedo evitar que los músculos de mi vagina palpiten de forma alocada entre penetración y penetración de sus dedos.
—Te has corrido en mi mano, he sentido la explosión, la he recogido, y es mía —expresa con voz ronca, haciéndome vibrar—. Ahora ha llegado el momento de tomar lo que me pertenece desde que posé mis ojos en ti.
—Si no me besas, me voy a desmayar —atropelladamente salen esas palabras de mis labios, con un tono que no reconozco y en el que se demuestra lo que quiero, más por él que por mis palabras.
—Eso es lo que deseas, pero será lo que más se haga esperar. Ese tiempo hasta que llegue ese ansiado contacto deberá ser en el instante preciso, primero voy a lograr que me lo des todo, y ahora voy a sentirte y a dominarte para hacerte mía… Mía.
Me voltea con decisión, manteniendo mis manos atadas por encima de la cabeza, y una vez estoy bocabajo, siento como se incorpora para dejarse caer todo lo largo que es sobre mi cuerpo, cubriéndome por completo… y casando perfectamente, con sus manos sobre mis hombros, sus piernas encerrando las mías, y su miembro fundido entre mis nalgas y presionando la entrada a mi centro. Su mano llega hasta ese punto y noto la humedad que ahora lo impregna, la lubricación que mi cuerpo ha creado y que sirve para humedecer permitir que la punta de su pene se abra paso. La sensación de dolor se extiende, pero lo justo para que la verga traspase el primer anillo.
El grito ha escapado, pero se detiene ahí.
—Te he entregado el cetro, y voy a coronarte… —susurra junto a mi oído.
Sale de mí, solo lo justo para darme la vuelta y volver a cubrirme. Es cuando mi deseo estalla y hago un esfuerzo para acogerlo, pero me evita con una sonrisa maliciosa.
—Cierra los ojos —dice, más como petición que como orden. He notado que el dominante deja ver al sumiso que hay en él, pero solo un atisbo—. Rápido, duro… será así. Te necesito… ya habrá tiempo de hacer un segundo asalto.
Mis párpados descienden pausados… para abrirse como platos en cuanto siento su miembro deslizarse sin dilación, y en ese punto, teniéndolo dentro de mí, sus labios se apoderan de los míos tragándose el éxtasis que me recorre. La sucesión de embistes comienza, frenética, dejándome disfrutar de cada roce, piel con piel, flujos unidos. Deseos. Anhelos. Locura y frenesí. Sin que el beso termine, sin que nuestras lenguas dejen de luchar, de atraparse. Sus manos se aferran a mis pechos, presionan los pezones y las lágrimas, de puro gozo, se desprenden, pero a su vez están mezcladas con las de impotencia por no poder tocarlo, mis manos siguen atadas.
Eric se retira un poco, lo suficiente para mirarme y verme en esa mezcla de amor-dolor y, al comprender, desata mis manos. El abrazo llega, completo, con brazos y piernas lo rodeo para pegarlo más a mí. No cesa en sus movimientos, sigue y sigue hasta que la explosión llega. Para entonces, solo algo queda por decir, pero es Eric el que lo pronuncia:

—Ahora ya puedo morir.

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